Textos: Jorge F. Hernández y Francisco Hernández.





Pinturaleza

Las formas se escurren como gelatinas de colores y la estructura de un sueño se yergue a la vista como humo. La perspectiva se confunde: estamos ante una visión microscópica de la piel o el paisaje inasible del alma; estamos ante semejantes que parecen irreales e iconos perfectamente reconocibles pues son herencias de tiempo.

Es falso afirmar que solamente el artista ve lo que su imaginación plasma. Al hacerlo, comparte sus visiones con nosotros. Se cierra un periplo, se abre la aventura. El artista entonces permanece en la memoria por arte de la contemplación o del recuerdo, pues lo llevaremos en la mente por haber compaginado su imaginación con nuestra vista y lo evocaremos al presionar los párpados en una noche de insomnio. Sus pinturas se vuelven sueños diurnos, engaños de la vigilia y, al mismo tiempo, alimento de las ilusiones inconscientes que pueblan el paisaje de las noches.

Estamos ante una realidad bizarra y a la vez palpable. El rayo que anuncia el estertor de una tormenta queda fijo como lluvia emocional congelada. El ángel incorpóreo medita oraciones desconocidas para que fluyan sus alas de alambre y los perfiles de guerreros prehispánicos adquieren la hierática postura de una solemnidad florida. De pronto, nos miran de frente, sin rostro, los cuatro profetas que cantan su eternidad sobre la piel de un muro. El recorrido responde a una secreta geometría que reconocemos como una nota estirada por obra de una guitarra eléctrica. Vemos en triangulo, soñamos en círculo y las biografías de nuestros afectos se plasman como un elongado rectángulo de colores como palabras convertidas en parlamentos callados.

Estamos ante versos en rojo y torres de oro y ocre; deambula la vista entre cubos que se desdoblan y vértices incólumes. Soñamos al deambular con la vista por una naturaleza rara, flora y fauna inasible como las notas de una cantata ancestral. El artista la llama Pinturaleza, quizá para recordarnos que un prado interminable se deshace en canciones con tan sólo pisarlo, para que no olvidemos que las flores son moldeables y que el mundo entero no es más que la delirante ilusión de alguien que nos sueña constantemente o que ya nos soñó hace milenios. Pinturaleza es entonces una ventana abierta a la eternidad, un respiro de instantes y retrato de los sentidos que compartimos todos. Pinturaleza los templos sin liturgia y las historias que se aglomeran como una multitud en azules. Pinturaleza las sombras impregnadas de luz y la polifonía de silencios ajenos que dialogan con la callada soledad de una mirada. Pinturaleza la danza sin música y las habitaciones olvidadas de un pasado que sólo se nos quedó en la mirada. Para siempre.

El pintor fija su mirada sobre el lienzo vacío y deja que su imaginación recree las formas y los colores que sólo él ha reconocido en su mente. Su pincel va narrando el decurso del sueño, acaricia la forma inasible para hacerla palpable. El milagro queda a la vista. Lo miramos de soslayo, lo vemos con detenimiento. Nos inquieta e intriga… comienza la magia. Nos olvidamos de toda urbanidad. Renegamos de la cotidianidad y sus tedios. Estamos de vuelta en el Paraíso que creímos haber olvidado: el páramo infinito de los sentidos, el apacible paisaje de nuestra más íntima conciencia. Libres, dejamos atrás la realidad cuadriculada y nos volvemos pigmentos de nuestra propia memoria, actores etéreos de una biografía sin caducidad. Somos ya parte de la Pinturaleza.



Jorge F. Hernández. 









O TOROS COLUDOS O TOROS RABONES
(Publicado en Milenio Diario y en el libro Optica Iusión.)



Para mí, la corrida del domingo pasado realmente comenzó en la Alianza Francesa de Polanco. Ahí me enfrenté a unas imágenes en puntas, con el peso reglamentario de lo que conmueve y con algo que va más allá del trapío: la belleza de lo creado para darle a los ojos algo imborrable.

Con lo anterior, me refiero a los trazos de Rafael Sánchez de Icaza; a esos toros suyos que sí embisten desde largo; a esos matadores que de verdad se arriman y que le ponen luces a sus trajes aunque estén dibujados con tinta negra.

Como todos los grandes artistas, a Rafael le bastan dos o tres movimientos de la muñeca para transmitir, al tiempo que las simplifica, la profunda emoción de la tauromaquia.

Además, Rafael conoce perfectamente sus terrenos. Gira su pincel, su lápiz o su pluma y nos hace gritar un olé silencioso como principal manifestación del genuino reconocimiento.

Después de Ruano Llopis, ahí está la obra de Rafael Sánchez de Icaza. Con unas cuantas líneas logra que la sangre se alborote y solo necesita de unos cuantos manchones para que lo nocturno embista con fiereza a la luz de la luna.

Francisco Hernández